Tokio es por definición la ciudad contemporánea del siglo XXI. La perfecta urbe que ejemplifica el concepto de “ciudad líquida” que se expande, con una sucesión de centros y periferias hasta los confines del horizonte, confundiéndose con el paisaje.
El área con mayor población del mundo se divide en 3 prefecturas: Chiba, Saitama, kanagawa. La Ciudad que se expande a ritmo constante cuenta con 14 millones de habitantes en los 23 distritos de Tokio central y con 35,5 en la gran área.
Hablar de espacio público en Tokio es de entrada complicado. Cuando uno se aproxima al centro desde el Aeropuerto Internacional de Narita, a más de 70 km del centro, no puede evitar sentir la sensación de ser engullido por una masa informe de edificios sin un urbanismo preestablecido, sino que responden a un crecimiento orgánico descontrolado. Y sin apenas darse cuenta, uno se ve envuelto en una maraña de puentes superpuestos, rieras bajo ellos, autopistas sobre cementerios, casas apiladas y extrañas estructuras con redes para practicar el golpeo del bate de béisbol, deporte muy extendido en Japón. Una ciudad donde lo público lucha por hacerse espacio en una inmensa jungla de asfalto. Montañas rusas sobre centros comerciales, templos budistas sobre edificios de oficinas, una superposición que también afecta al subsuelo. Los tejados son aprovechados para espacios semipúblicos dentro de los edificios corporativos. Los edificios actúan como un ser orgánico que engloba diferentes usos, en un espacio en continuo-movimiento donde solo parece respetarse los jardines públicos como el Hama-rikyu, jardín de Shinjuku gyoen, Parque Ueano, el Yoyogi o el Jardín Imperial. Pero si miramos detenidamente, después de recibir el primer impacto, existe una homogeneidad dentro del caos, una visión organicista de la ciudad.
No existe un casco histórico debido a los terremotos, incendios, bombardeos que ha sufrido la ciudad durante su historia. Todo nunca ha durado demasiado. Esto ha creado una sociedad más nómada-urbana, que se desplazan por redes de transportes. Tokio crece a través de las líneas de ferrocarriles y del tren. Un claro concepto de tradocapitalismo. Los Keiretsu (系列) son el modelo empresarial predominante. Tokio es un universo de sensaciones donde los flases de los neones que abarrotan la piel de los edificios impactan directamente en tu cerebro. Pero cuando ya estás engullido por esta gran ballena, es cuando te das cuenta que todo funciona como un reloj por sus habitantes, como un orden oculto. El vértigo inicial se produce porque la ciudad carece de elementos urbanísticos occidentales en los cuales sostener nuestras creencias: plazas avenidas etc. El lenguaje occidental es una secuencia lineal, esto provoca que no funciona en nuestra lectura mental del espacio. Esta ciudad y su espacio tienen otros códigos. Para poderlos entender se debe entender el idioma, el japonés. Este se rige por otros códigos que nos son los occidentales que están grabados en nuestra memoria. El espacio como el lenguaje japonés se extiende de arriba abajo o de izquierda a derecha, relacionando puntos diversos. Este concepto es básico para poder mirar e intentar entender por qué Tokio no sigue el urbanismo lineal occidental, y la respuesta es porque su concepto es totalmente diferente. Es una Ciudad cebolla, con diferentes capas que la conforman, sus calles no tienen nombres, sería algo imposible. El budismo no apuesta por lo permanente, en contra del cristianismo que en contra aboga por lo eterno. El budismo es una continua transmigración donde todo es transitorio. La noción de patrimonio europeo no existe en Japón. No podemos analizar el espacio público ni el urbanismo de Tokio desde una visión occidental clásica.
Adentrándonos en los problemas que sufre la ciudad, el desorbitado precio del suelo ha provocado que el Ayuntamiento haya tenido que adoptar medidas para resarcir a la ciudad de espacios verdes, con la planta de árboles en las azoteas de los edificios en una ciudad híper densificada. Las estrategias seguidas por los edificios corporativos es la de utilizar las azoteas o en sus plazas exteriores de acceso, para la creación de usos comunitarios. Una unión entre lo público y lo privado para humanizar un contexto de funcionamiento autómata.
La plaza Shibuya podría resumir perfectamente qué es el espacio público en Tokio. Una plaza donde los transeúntes se cruzan en uno de los cruces peatonales más famosos del planeta. Los edificios con piel de pantallas leds, bombardean a los ciudadanos con mensajes hipnóticos sin apenas transición entre uno y otro. Las azoteas son reclutadas para instalar campos de fútbol o espacios donde aprender a conducir en una ciudad que no puedes comprarte un coche sino demuestras que tienes sitio para aparcarlo. La plaza de Shibuya es sinónimo de caos, estridencia, inabarcable, inarmónica y absolutamente desagregada de todo rastro humano. Es una zona de Tokio unida a la gran red de transporte urbano a través de la línea de metro Yamamote, que une circularmente esta zona con la zona centro administrativo. La presencia de la famosa escultura Hachiko, perro que esperó a que su dueño volviera delante de la estación del metro durante años hasta que finalmente murió, es el único elemento que nos confiere un punto de humanidad. Este espacio se ha convertido en un punto de encuentro para los jóvenes tokiotas en su primera cita. Un entorno distópico, que nos transporta visualmente a la ciudad deshumanizada y calidoscópica, como la concebida por Ridley Scott en Blade Runner pero en tiempo presente. Pero la gran diferencia de la ciencia ficción de las películas con la ciudad de Tokio es que existe un orden oculto de las cosas que hace que todo funcione como un reloj de precisión.
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